Fue aquella mañana cuando lo vio por primera vez. Ahí estaba, inexorable, burlándose de ella. Ni siquiera le sorprendió, realmente. No. De alguna manera, algo instintivo dentro de ella ya le había advertido de su presencia. En su cuerpo. Silencioso. Vivo. Eso era lo peor.
Aquella mañana el calor no le dejaba sentir más que estupor. Una especie de aceptación de sus nuevas circunstancias que le recorría el cuerpo. En realidad, algo más le recorría el cuerpo. Silencioso. Vivo.
El sudor en su frente se confundía con las humedades en la pared. Todo en aquella casa ahogaba sus sentidos en vapor y humedad. No podía escapar. Ya no. Dejar ese lugar era irrelevante cuando estaba ya en su cuerpo. Si pudiera sentir algo, probablemente se habría reído ante la ironía: tantos años queriendo marcharse de esa casa infernal para terminar siendo parte inevitable de ella. La misma razón por la que siempre había querido huir la ataba allí ahora por el resto de su vida.
Cuánto tiempo duraría eso era una cuestión inocua, porque ahora había algo en ella que viviría por toda la eternidad. Silenciosamente. Acechando.
Sí: cuando aquella mañana vio el moho creciendo en su ombligo (vivo, silencioso) supo que su vida había terminado. Llegaría un momento en que sería una con la casa. Una pared más.
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