Al principio no lo notas. Es un pinchazo leve, con una aguja fina. El primero de muchos.
La sustancia que te inyectan te calma.
Bien.
Pasan los días, o eso crees. Los contabilizas con pinchazos.
Llega un momento en que decides que no puedes vivir sin el suero. No puedes vivir sin las inyecciones. No puedes vivir.
Cuando comienzas a pincharte, te miran con satisfacción. Como si lo hubieran planeado todo desde el primer momento. Como si fueras su pequeño experimento. Bueno, ¿y qué más da?
La última jeringa te la clavas en el ojo. Cada vez más profunda, cada vez más calmante. No parpadeas mientras la mueves en círculos, clavada firmemente.
Sientes algo de miedo en uno de los recesos de tu mente. Pero el miedo se disipa en cuanto notas el suero fluir. No pasa nada. Todo está bien.
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