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Foto del escritorJone Vicente Urrutia

La noria

—Siempre te gusta traerme a sitios en plena decadencia.


—Tal vez es porque me recuerdan a ti.

Ante tal insolencia de Jack, Tim se paró en seco, los brazos en jarras, para mirarlo con el ceño fruncido en una indignación fingida. Jack lo miró con ojos pícaros, satisfecho del efecto que habían surtido sus palabras. Esta era su manera de interactuar: siempre estaban chinchándose el uno al otro, haciendo bromas y tratando de encontrar las maneras más inventivas de herirse el orgullo. Los dos sabían tácitamente que en ningún momento había intención de hacer daño con sus palabras, y las exageradas reacciones ante ellas formaban también parte del juego. Habían ido construyendo este pequeño juego poco a poco, casi sin darse cuenta, sin ninguna razón aparente. Y ahora, era parte esencial de su amistad: se había convertido en su manera de comunicarse.


La verdad era que Jack y Tim se habían convertido en muy buenos amigos durante el último año. Tal vez la absoluta soledad que empapaba sus vidas los había atraído, como un magnetismo en sus almas que buscaba en un amigo un bálsamo con el que llenar un hueco siempre vacío.


Al llegar por fin al sitio adonde Jack le había dirigido, Tim se frotó los ojos, incrédulo.


—¡Una noria!


—Te dije que las horas de camino merecerían la pena.


—¿Sabes si funciona?


—Tiene pinta de haber estado abandonada durante décadas, pero podríamos probar.


Los muchachos se acercaron ansiosos, con ganas de probar lo que parecía un nuevo entretenimiento. Si la noria no funcionaba, al menos serviría para escalarla; y tal vez desde lo más alto podrían ver su pueblo. Tal vez desde ahí podrían olvidarse un poco de la miseria que los rodeaba. Tal vez podrían sentirse como los niños que habrían montado el aparato décadas atrás, y lograr algo de felicidad, aunque fuera prestada.


Al alcanzar los controles, observaron que, efectivamente, estaban oxidados. Sin embargo, esto no detuvo su ilusión por jugar en la noria. Comenzaron a escalarla con una habilidad que no sabían que tenían, y pronto alcanzaron el vagón más alto.


Desde ahí se veía su pueblo, pero no solo eso: se veía el pueblo contiguo también; e incluso se lograba alcanzar a entrever el lago a lo lejos. Nunca habían visto tanta inmensidad junta. El vagón se balanceaba levemente en la brisa, emitiendo sonidos oxidados.


Se sentaron el uno frente al otro, exhaustos de su escalada.


De pronto, algo cambió en su interior. Un deseo interno brotó silenciosamente en ambos; como si por fin, en las alturas, lejos de todo, tuvieran un momento de iluminación, de descubrimiento de lo más profundo de su ser.

El beso fue suave, pero lo más intenso que nadie nunca les había hecho sentir.

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