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Foto del escritorJone Vicente Urrutia

Medidas desesperadas

La nave se alejaba rápidamente de su vista. No podía escapárseles otra vez. La supervivencia de su especie dependía de recuperar la máquina robada.


Aceleraron, tratando de alcanzar la propulsión de los cohetes de la nave perseguida. Sin embargo, sus motores no estaban preparados para ir a la velocidad de la luz. Al tratarse de una tecnología diferente, su persecución había sido irónicamente infructuosa: o bien usaban saltos al hiperespacio y eran excesivamente rápidos, o bien, como estaban descubriendo en ese instante, eran demasiado lentos usando los motores subluz.


Necesitaban acelerar más. Necesitaban recuperar la máquina robada. Necesitaban alcanzar a esos ladrones.


Aumentaron la capacidad de aceleración más de lo que sus motores podían soportar. Una a una, las naves se fueron parando en seco, sobrecalentadas del esfuerzo extra. Trataron de repararlas rápidamente sin éxito, mientras observaban frustrados cómo la nave perseguida se alejaba de su vista.


Sus esfuerzos eran en vano: su raza ya estaba muerta.


La polución había dejado patente la inviabilidad del planeta hacía décadas. Durante años, desde que se dieron cuenta del inevitable ocaso de su mundo, los científicos habían dejado atrás los intentos de salvar la biodiversidad en busca de una solución para la supervivencia de la raza. Solo quedaba la opción de salvarse a sí mismos.


Hacía cinco años que por fin esa solución había tomado forma. Lo único que faltaba era encontrar un sistema solar propicio. Las reservas de comida, oxígeno y demás necesidades básicas para sobrevivir estaban ya a punto de agotarse.


Y entonces, llegaron ellos.


El primer contacto que tuvo su raza con alienígenas. Al comienzo, los sacerdotes supremos consideraron el evento como una señal divina, un signo de que su raza tenía salvación, de que los dioses no los habían abandonado. Nunca se les ocurrió la posibilidad de que existiera maldad en el universo, de que razas venidas de lejanas galaxias pudieran amenazar su mera supervivencia.


Los visitantes parecían fervorosos por conocer la cultura local y preguntaban incesantemente detalles acerca de la vida en el planeta y de la tecnología que empleaban. En su momento, esto no levantó sospechas puesto que la tranquilidad de los religiosos, junto con el orgullo científico por sus avances tecnológicos, nublaba cualquier atisbo de desconfianza ante los extraños.


El exceso de soberbia los llevó a confesar su nefasta situación, explicando también la magistral solución a sus problemas. Las mentes más procaces del mundo habían logrado inventar una máquina capaz de crear planetas. El artefacto había captado la atención de los visitantes en cuanto los científicos lo nombraron. Tal vez tendrían que haber sospechado de la insistencia de los extraños por conocer el mecanismo exacto del funcionamiento de la máquina, pero estaban demasiado ensimismados en explicarlo como para darse cuenta.


Con gran entusiasmo, las mentes más brillantes del planeta detallaron cada función, cada programa, cada engranaje necesario para que la máquina funcionara. Les revelaron también las condiciones ideales para crear un planeta, los materiales precisos que se necesitaban juntar para comenzar el empuje gravitacional y el tiempo de espera desde que se colocaban los elementos en el espacio hasta que el planeta se volvía habitable. Incluso accedieron a la petición de mostrarles dónde estaba la máquina guardada.


Pasaron varias horas hasta que los gobernantes se dieron cuenta del grave error que habían cometido. Los científicos no se explicaban cómo los extraños podrían habérselas ingeniado para robar la máquina en los escasos veinte minutos que habían estado solos.


Los radares en el planeta no localizaron la nave, así que cuando enviaron las primeras patrullas a perseguir a los ladrones, saltaron al hiperespacio con la esperanza de poder encontrarlos. Entonces vieron en sus radares noticias preocupantes: la nave no estaba en hiperespacio, simplemente se movía rápidamente. Tendrían que volver a velocidad subluz.


La decisión de robar la máquina había sido difícil de tomar. Lo cierto es que los aliens del planeta los habían tratado como unos invitados de honor. Todo lo que componía esa sociedad los había encandilado, desde la cultura hasta la tecnología. Sus habitantes eran claramente buenas personas; amistosos y amables; generosos e inteligentes. Cuando les explicaron la encrucijada en la que se hallaba su planeta, y la solución que habían encontrado, no podían creer que fuera una coincidencia.


A pesar de la hospitalidad de sus anfitriones, tenían órdenes que cumplir. Obtener cualquier tecnología que pueda ayudarnos a sobrevivir.


Por fin habían logrado retornar a su moribundo planeta, con la máquina robada, y con la esperanza de que aprenderían de sus errores; de que no destruirían el nuevo mundo que iban a crear.

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