Siguiendo las instrucciones del eminente doctor Víctor Frankenstein, que nos encontramos en el ático de nuestra también eminente abuela, Ludovica Radovich, estábamos cerca de crear vida nosotros mismos. Nos faltaba simplemente el componente eléctrico, la chispa de la vida, que, viviendo en el tormentoso norte de Europa, no resultaba difícil encontrar.
Planeamos la escapada con cuidadoso detalle.
El primer paso era simplemente esperar a que nuestros padres se durmieran. Los ronquidos de nuestro padre fueron la alarma que nos alertó de que podíamos comenzar a poner en marcha el plan. Usamos una sábana anudada torpemente para bajar por la ventana. La fase uno concluyó con éxito.
Era una noche tormentosa; no podía ser de otra manera. Necesitábamos la electricidad. La lluvia era otra historia. Un efecto secundario de la tormenta. Un pequeño impedimento que dificultaba nuestros movimientos por el terreno, y nos congelaba los huesos cuando nos golpeaba sin piedad. La fase dos fue un poco más trabajosa por lo de la lluvia, pero llegamos medianamente rápido al establo.
Allí era donde ocurriría la fase tres: el milagro de la vida; siguiendo las instrucciones de Frankenstein, y de nuestra querida abuela. Subimos precipitadamente las escaleras para llegar al ventanuco del tejado, por donde entraría la electricidad. Todas las preparaciones que habíamos realizado la semana anterior nos esperaban: los aparatos metálicos, los conductores eléctricos, la mesilla donde nuestro sujeto número 4 sería revivido… Todo estaba listo. La fase tres podría comenzar.
Con un estruendo, el establo se llenó de electricidad. El sujeto número 4 estaba conectado… ¿lograríamos revivir al hámster de mi hermana?
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