Sir Arthur Conan-Doyle sabía que las hadas existían. Todavía recordaba su feliz infancia en la casa de campo, jugando con esos seres mágicos. Realmente no eran juegos; eran más bien experimentos: quería saber cómo esa insólita fisionomía funcionaba. La señora Wheaton había estado escandalizada con él. Su niñez fue un conjunto de hadas muertas—ahogadas, asfixiadas, quemadas…
Sí: Sir Arthur Conan-Doyle sabía con certeza de la existencia de las hadas. Por eso, cuando le ofrecieron escribir un artículo acerca del tema, no dudó en aceptarlo. Estaba ya muy cansado de la vida propia que había logrado su maldito Sherlock. Necesitaba un cambio de aires.
Se sentó en su escritorio observando la foto que le habían enviado como evidencia. Se rió para sus adentros de la burda falsificación que tenía entre manos.
—¿No crees que tienen un peinado excesivamente parisino? — le preguntó el escritor al hada que guardaba en un bote de cristal desde su infancia.
—Me parece una falsificación bastante bien hecha.
—Si tú lo dices…
—Es dinero, Arthur. Creo que podrías escribir algo interesante al respecto.
—Supongo que tienes razón.
Y así, haciendo caso a su servil compañera, el escritor comenzó un artículo que titularía adecuadamente “Hadas fotografiadas—un suceso memorable”.
Nadie le creería realmente—la fotografía era una falsificación excesivamente burda. Pero eso a Arthur no le importó, porque la verdad malvivía en un tarro de cristal en su escritorio.
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