La selección de la flor perfecta era muy importante para Marin. Al fin y al cabo, se sentía culpable de lo que había pasado. Así que, en su cabeza, elegir la mejor flor —la más bella, la más olorosa, la más sentimental— era instrumental.
Mientras se paseaba por el jardín, sus pensamientos volvían a los eventos de las pasadas semanas. La culpabilidad le invadía por oleadas, secuestrando sus emociones, forzándole a recordar.
Los leves momentos de descanso que le regalaba su mente los usaba para encontrar la flor perfecta. La tarea, que Marin había considerado fácil en un principio, le estaba tomando más tiempo de lo esperado.
Tras varias horas de buscar, por fin la encontró: era un jacinto morado, largo, grande, esplendoroso. Tenía, además, un significado poético; un mensaje de profundo arrepentimiento.
Arrancó la flor y voló a su destino.
Con sombría seriedad, posó la flor en el lúgubre lugar. En el sitio de descanso eterno de la pobre niña que había sido su hogar las últimas semanas.
La humilde tumba estaba desnuda salvo por el destello de color que le daba la flor.
Un adorno poético a un desenlace que Marin lamentaba con toda su alma.
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