—Al fin, ¡lo encontré!
—¿Estás seguro?
—Tiene que serlo, mira.
Le mostró el fósil recién desenterrado, todavía difícil de discernir correctamente por el barro y polvo acumulados. Tomó la brocha para limpiarlo un poco y se lo acercó a su compañero con la mano temblorosa.
Eran unos huesos delgados, enanos. Podrían ser de un pequeño roedor o tal vez de un pájaro. Pero lo que destacaba del minúsculo esqueleto eran las alas, que no tenían la forma de ningún animal que los científicos conocieran. No eran alas de pájaro, ni de murciélago; parecían casi de insecto, pero ningún insecto conocido, ni siquiera los prehistóricos, tenían esa forma ósea.
¿Podría ser? ¿Podrían hallarse ante el mayor hallazgo científico del siglo XIX?
—Solo puede ser un hada.
—¿Crees que habrá más fósiles por aquí?
Y así, sin realmente darse cuenta, los dos científicos dieron comienzo a la extinción de las hadas, cuyo hábitat pronto se llenó de excavaciones arqueológicas, personas curiosas y un gran desdén por la naturaleza.
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