Sus ojos, horrorizados, observan al ser gigante que la mantiene prisionera. El poco aire que había logrado respirar antes de que la tortura comenzara se le ha escapado en forma de burbujas que se alejan rápidamente hacia la superficie. Se está ahogando. No; corrige: la está ahogando.
Su visión está cada vez más emborronada, como si los bordes se estuvieran cerrando en un túnel. Pero todavía lo ve a él, y a su macabra sonrisa que le acompaña en todo momento.
Trata de mover sus alas, pero el agua es densa y está cansada, y lo único que logra es una pequeña vibración que alegra a su captor. Parece que toda resistencia es bienvenida, parte del juego esperado por ese ser maligno.
Su mundo se va apagando cada vez más. El fuego que le quema los pulmones se siente pesado, como si la arrastrara hacia el fondo del estanque.
Y los peces, los mosquitos, las larvas y todos los seres que observan su suplicio en silencio se van desvaneciendo. Y mientras se acerca a su muerte, piensa en su hermana, que va a quedarse sola y que probablemente tenga que huir de la arrogancia del Hada Suprema. Y piensa en todo lo que podría haber logrado en el Tribunal de las Hadas y en toda la felicidad que podría haber propagado. Está ya cerca del final, que viene a destiempo y le arranca cruelmente de una vida llena de posibilidades.
—Arthur, ¡deja ya de jugar, que es la hora de la cena!
—Si, señora Wheaton…
No entiende exactamente qué significan esas palabras, pero el ser maligno la saca del agua. Tose. Respira. La vida vuelve a su interior.
Y cuando piensa que se ha salvado por un milagro, el monstruo la mete en un tarro de cristal. Su nueva prisión hasta retomar la tortura acuática.
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