Tras varios meses observando en silencio los avances de su maestro, Teslio por fin entendió los secretos de la electricidad. Sentado a las alturas de una estantería, el hada anotaba en su cabeza todos los cálculos, las ecuaciones y los materiales necesarios para canalizar ese nuevo poder hasta la fecha desconocido por humanos y hadas.
Aprender sobre esta nueva realidad lo hacía feliz. Le gustaba acompañar a su maestro desde la distancia: observar sus frustraciones; educarse con sus errores.
Ambos científicos —hada y humano— diferían en la aplicación práctica de ese nuevo descubrimiento. Claro: al humano nunca se le ocurrirían las ideas rondando la cabeza de Teslio; no por falta de intelecto, sino por falta de imaginación.
Así, cuando su maestro decidió dejar las comodidades del moderno París por los desafíos de un país en alza como lo eran los Estados Unidos, Teslio decidió no seguirle. Ya había aprendido todo lo que requería. Su comunidad lo necesitaba. Tenía muchos proyectos que llevar a cabo.
Cuando llegó a su tierra, una oscuridad a la que ya no estaba acostumbrado le dio la bienvenida. Pronto eso cambiaría, si sus experimentos fueran exitosos.
Su presencia fue bien recibida; sus investigaciones, mejor. Le dieron luz verde para comenzar a estudiar los efectos de la electricidad en sujetos feéricos.
No importó el precio a pagar. No importaron las muertes, ni las mutaciones; los gritos, ni los llantos. Las noches en vela, las horas perdidas tratando de canalizar a su maestro, al fin dieron sus frutos.
Desde entonces, las hadas lograron crear y controlar la electricidad. Y nadie se preguntó el precio a pagar.
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