Las alas se le estaban derritiendo: lo notaba claramente, como una cálida humedad que le bajaba por la espalda.
Era un olor especial, a podredumbre y sudor. Podía tocarlo con sus manos y guardarlo en el bolsillo para probar su sabor más tarde.
Sus ojos cerrados veían miles de cosas.
Colores nunca experimentados, de diferentes texturas que le hablaban en idiomas nunca oídos.
Le daban ideas.
Algunas buenas; otras… peligrosas.
Una violencia desconocida quería arrancarle los ojos para ver con más claridad.
Para ver los colores temibles y su olor peculiar, que cambiaba con cada respiro.
Ya no tenía alas para volar, pero las nuevas extremidades que salían de su cabeza le permitían correr y cantar himnos malolientes a las deidades que se creaban a su alrededor.
Respirar era cada vez más difícil porque los litros de pintura que llenaban sus pulmones no combinaban con los colores de su mente.
Entre suspiros costosos, todo se volvía cada vez más inhóspito.
Las voces en su cabeza gritaban colores perfectos.
Un suspiro.
Un grito.
Más color.
Olores extraños.
Y, de repente, oscuridad.
—Bienvenido de nuevo. Espero que haya disfrutado del mágico viaje del Dr. Tinker. Por favor, baje de la seta. No se olvide de recomendar el servicio a sus amigos.
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