De todos era sabido que los hechos narrados en las profecías ocurrían en medianoche. Había algo místico en aquella hora, como si la luna o los espíritus del mar se despertaran para realizar los milagros esperados de ellos; como si todo el potencial acumulado se liberara en aquella hora.
Por eso, cuando el oráculo de Delfos predijo que el nuevo gobernante de las sirenas nacería un día de tormenta, entre media mañana y la tarde, las sirenas no supieron qué pensar. ¿Se había equivocado el oráculo? ¿Podía una profecía ocurrir en horas tan insulsas?
Las sirenas se dividieron en dos grupos de pensamiento: las que comenzaron a vigilar a todas las sirenas embarazadas en esas horas profetizadas; y las que, pensando que el oráculo se equivocaba, comenzaron a cuestionar las bases religiosas de su sociedad.
Realmente el oráculo no se equivocó: la sirena que llegaría a gobernar los restos de un reino en ruinas, arrasado por la guerra civil, había nacido hacia las dos de la tarde, en un mar lejos del Egeo, sin saber que la predicción de su nacimiento había destruido el mundo que lo predijo.
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