Por fin estaba lista—está vez de manera definitiva—: la máquina de matar perfecta. Un monstruo marino ideal. Feroz. Con huesos tan duros que su piel parecía una armadura. Tlaka estaba satisfecho.
No es que se arrepintiera de su adorable Michin, pero era demasiado afable, grande y lento como para servirle de algo en su lucha contra el opresivo Reino de las Sirenas.
Este monstruo, sin embargo, era pequeñito, rígido, resistente. Por si fuera poco, se reproducía fácilmente. Tanto, que en unas pocas horas Tlaka ya tenía un ejército de considerable tamaño. Perfecto para infiltrarse en el Palacio Real. Perfecto para plantar las bombas.
No había tiempo que perder.
Mientras los monstruosos caballos acuáticos salían de su laboratorio, Tlaka empaquetaba sus pertenencias. Tendría que huir.
Las bombas no eran más que un mensaje de amor, hecho con nostalgia de tiempos mejores. Solo esperaba que alguien descifrara su código.
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