Al fondo del océano, brillante, eterno, solemne, había un sol. Nadie sabía cómo había llegado allí. Nadie sabía si algún día dejaría de brillar. Simplemente se aceptaba su presencia sin cuestionamiento alguno.
Las sirenas no se acercaban en exceso al lugar; había un miedo primal en ellas, basado en nada concreto, pero que todas notaban.
El sol brillaba en el fondo del océano sin cambio, sin preocupación, sin importancia. Solo brillaba.
Hasta que un día dejó de hacerlo.
El pánico almacenado en los corazones de las sirenas brotó a la superficie. El caos comenzó a inundar su sociedad: ¿qué más daba ser cívico si su mundo se iba a destruir? Los saqueos, los asesinatos, los linchamientos, empezaron de una manera casi espontánea, como si el sol fuera lo único que sostuviera la sociedad.
Cuando, al de unos años, el sol volvió a brillar—sin motivo aparente, sin preocupación—ya no quedaba nada de la sociedad de las sirenas.
Solo un sol.
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