—Nos refugiaremos aquí por la noche, lejos de los guardias. Parece una cueva grande, así que podemos adentrarnos un poco para no quedarnos en la entrada. Quédate aquí, descansa un poco. Voy a comprobar que no haya nada amenazante.
—Sí, señor. Tenga cuidado.
Cojeando severamente por la herida que sangraba a través de los burdos vendajes, la joven soldado se apoyó sin gracia en la rocosa pared a la entrada de la cueva. Cerró los ojos, tratando de concentrarse en su respiración, ignorando los latigazos de dolor que recorrían su cuerpo.
Una voz conocida interrumpió sus intentos de relajación:
—No he visto nada. ¿Puedes levantarte?
—Sí, señor. —con su voz trató de trasmitir mayor confianza de la que realmente tenía.
Se levantó costosamente, reprimiendo un gemido de dolor. Agarrándose a la mano que le ofrecía su superior, avanzó con él hacia lo que sería su refugio aquella noche. Cada paso era una tortura que trataba de disimular, no queriendo mostrar debilidad ante su coronel.
Llegaron lentamente a un lugar defendible, rodeado de piedras tras las que esconderse. Ambos soldados se recostaron, apoyándose el uno en otro, mientras retomaban fuerzas.
Con la voz entrecortada por desiguales respiros, la joven rompió el silencio:
—Señor, ha sido culpa mía.
—Tonterías. No te preocupes. Descansa. Mañana llegarán refuerzos, te llevaremos al hospital y estarás bien. Me encargaré de hacer que paguen los que te atacaron.
Las palabras de su superior la calmaron. Cerró los ojos hundiéndose en un profundo sueño, preguntándose si despertaría a la mañana.
Comentarios