Si no fuera por lo desesperado de su situación, probablemente disfrutaría del paisaje que se presentaba ante él. Pero en ese momento, escondido tras unas rocas en la playa, sus únicos pensamientos se centraban en encontrar algo con lo que cerrar la herida.
No. Eso no era cierto. Sus pensamientos no estaban centrados en nada: se esparcían y saltaban de un lado a otro desde los rincones más primales de su mente. A cada momento que pasaba, le resultaba más difícil captarlos, hacerlos bajar de su nebulosa esfera para poder actuar consecuentemente.
La herida. La herida. Había que cerrar la herida. ¿Con qué? ¿Tal vez con las algas que la marea estaba acercándole piadosamente? Sí, era una buena idea. Pero para eso necesitaba levantarse. ¿Tenía fuerzas? Debería tenerlas. La herida. Había que cerrar la herida.
Esta era la herida más profunda que había tenido en su vida. Bueno, tal vez exceptuando aquella vez que se cayó de los columpios y parte de la tibia se le salió rompiendo la piel. Todavía podía ver claramente la imagen de su madre horrorizada, pálida como la muerte que tenía ahora ante él.
La herida. Había que cerrar la herida. ¿Qué pensaría su madre ahora de él? Escondiéndose de la policía, sangriento, sudoroso, oliendo a salitre y fracaso. No servía ni para ser un criminal. Menos mal que ya no estaba viva para ver su absoluto declive. ¿Lograría arrastrarse hasta aquellas algas?
Mientras trataba de mover su malherido cuerpo por la ardiente arena, no pudo evitar reírse, haciendo que la sangre que tosía dificultara su respiración. ¡Qué irónico morir en una playa paradisíaca! Él, que nunca había disfrutado de los viajes veraniegos de su familia, a pesar de la mucha ilusión que le hacía a su madre poder escaparse de los suburbios malolientes de la ciudad. Y ahora se uniría a ella, y a su hermano, en un eterno verano.
De repente, la herida dejó de tener tanta importancia. Cerró los ojos, y trató de disfrutar de su último día en la playa.
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